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EL Obispo Piris, de Lerida, es un ladrón


lunes, 16 de febrero de 2009

El día en que Zaragoza se salvó de un 11-S

El día en que Zaragoza se salvó de un 11-S

Un perturbado estuvo a punto de estrellar un avión con 147 personas a bordo sobre la capital aragonesa en 2000. Lo cuenta un piloto en sus memorias.

MARIANO GARCÍA. Zaragoza
Todo sucedió rápido, muy rápido. Durante cinco minutos del 27 de marzo de 2000, Zaragoza estuvo al borde de una catástrofe sin precedentes. A la hora de la cena, alrededor de las 22.00, un perturbado intentó hacerse con los mandos del Boeing 737-700 de la compañía Germania, que viajaba desde Tenerife a Berlín con 147 personas a bordo. Quería estrellarlo contra el suelo y desató el ataque justo cuando el avión sobrevolaba la capital aragonesa. La tragedia pudo evitarse gracias a la rápida e inteligente actuación del piloto, Heinz-Dieter Kallbach, y a la colaboración decidida de algunos pasajeros. Kallbach, recién jubilado, lo cuenta todo en sus memorias, que ha escrito en colaboración con Günter Heribert Münzberg: 'Mayday über Saragossa' ('Mayday sobre Zaragoza'). Se han convertido en un éxito en Alemania, donde se han vendido ya 12.000 ejemplares. En Aragón, el incidente, pese a su gravedad, pasó inadvertido.

Heinz-Dieter Kallbach es un hombre menudo, serio, el clásico profesional hecho a sí mismo. Considerado una leyenda de la aviación en Centroeuropa, acumula más horas de vuelo que cualquier otro piloto de su generación y tiene un punto exhibicionista que le ha llevado a conseguir gestas que ningún otro ha intentado. En 1989, pocos días antes de la caída del Muro de Berlín, logró una hazaña que le valió entrar en el Guiness de los Récords y que aún puede verse en Youtube: consiguió aterrizar un Ilyusin 62 en la pradera en la que en 1896 se había estrellado el pionero de la aviación mundial Otto Lilienthal, que acabaría perdiendo la vida a consecuencia de las heridas. El logro de Kallbach no era poca cosa: hace veinte años, el Ilyusin 62, que era el primer reactor de pasajeros de largas distancias producido en la Unión Soviética, era llamado por los pilotos 'el ataúd volante', y los cálculos señalaban que lo mínimo que necesitaba para aterrizar eran 1.800 metros de pista asfaltada, cuando la pradera apenas tenía 900.

Un clásico martes de marzo
Así que el 27 de marzo de 2000 en Tenerife, Heinz-Dieter Kallbach, con sus récords, sus miles de horas de vuelo y su proverbial sangre fría, debió pensar que tenía ante sí uno de esos vuelos apacibles que solo sirven para engordar las estadísticas profesionales. Ciento cuarenta y tres pasajeros, cinco miembros de la tripulación y, entre ellos, como copiloto, Jürgen Metzner, un hombre experimentado y tranquilo también. Todo parecía una balsa de aceite.

A 2.400 kilómetros de distancia, Zaragoza vivía el clásico martes del mes de marzo: Belloch aún negociaba a toda prisa para conseguir la aprobación de los presupuestos municipales, el Zaragoza de Acuña y Milosevic acariciaba la posibilidad de meterse en puestos de Champions League, y se hablaba, y mucho, de Pedro Almodóvar, que horas antes había recibido el Óscar por 'Todo sobre mi madre'.

Nada parecía indicar que el destino del avión y de la ciudad iban a estar unidos por algo más de lo que debía ser un minuto de tránsito aéreo. Pero a las tres horas y media de vuelo, sobre las 22.00 hora española, un pasajero irrumpió en la cabina del avión. Enseguida dio muestras de no estar en sus cabales.

-¿Qué hace usted aquí? -preguntó Kallbach.

-Soy de la agencia española de espionaje. La mafia española controla el avión, ha cambiado el catering, las azafatas…

Kallbach no descubrió en el intruso ningún signo de peligrosidad aparente, y con una increíble sangre fría, le dijo:

-Será mejor que vuelva a su asiento. Creo que desde allí podrá controlar mejor a la mafia española.

En unas décimas de segundo, sin embargo, el intruso se convirtió en agresor. Agarró al piloto del cuello con el brazo e intentó ahogarle. Kallbach se revolvió, intentó zafarse, en el forcejeo perdió las gafas y consiguió pasar la cabeza por debajo del brazo del agresor. Pero este, entonces, le cogió el cuello con las dos manos y empezó a apretar. Le golpeó en la cabeza, que impactó en la ventanilla y, tras separarse lo que pudo, empezó a pegarle patadas. Todo estaba sucediendo muy rápido, pero Kallbach lo veía como a cámara lenta. Y le sorprendía que el copiloto, más fuerte y pesado que el agresor, no hiciera nada para contener la paliza que estaba recibiendo. Metzner explicaría después que, aunque cuando el intruso entró en la cabina el avión era conducido por el piloto automático, durante la lucha su único pensamiento estuvo centrado en que nada golpeara los mandos del avión, que no se tocara ningún botón que desajustara el sistema de navegación.

Pero como la cabina de un avión es un espacio sumamente reducido, la pelea lo volvió todo ingobernable. Y Metzner gritó:

-¡Pare! ¡Pare! ¡Nos va a matar a todos!

La respuesta del intruso fue estremecedora.

-¡Eso es lo que busco!

Si no fuera por el dramatismo de aquellos segundos clave, la escena casi era propia del camarote de los hermanos Marx. Kallbach consiguió quitarle un zapato al agresor, este intentó tocar los mandos del panel superior pero piloto y copiloto lo impidieron, y el intruso acabó echando mano del mando que regula la altura de la nave. E intentó lanzarla en picado contra el suelo. Piloto y copiloto lo impidieron, momentáneamente, y el intruso acabó sentado sobre el panel de navegación.

-Por favor, ¡déjelo ya! -pidió Metzner-. Por la ventanilla frontal se veían ya las primeras luces de Zaragoza. El copiloto lo vio todo perdido y, aunque sabía que nadie podría ayudarles, utilizó la radio para lanzar una petición de auxilio internacional: 'Mayday, mayday, mayday'.

Un ruso reduce al agresor

Mientras tanto, el pasaje ya había detectado que algo muy grave estaba ocurriendo en la cabina. Las subidas y bajadas del avión, los gritos y el balanceo de la nave hacían que se temieran lo peor. El copiloto, desesperado, abrió el micrófono para comunicarse con los pasajeros:

-¡Ayuda!, ¡ayuda! ¡Vengan a la cabina!

En ese momento, el intruso volvió a intentar coger la palanca de control de altura del avión. Kallbach le agarró de los testículos y empezó a apretar. Se abrió la puerta de la cabina y aparecieron cuatro hombres: un ruso, un sueco y dos estudiantes de Berlín y Dresde. Tras un segundo de incertidumbre, el ruso, fornido, cogió de las piernas al agresor y lo sacó de la cabina. Ya fuera, le cayó una lluvia de golpes. Mientras, Kallbach recuperó las gafas y analizó la situación. Aunque el avión había descendido de los 39.000 a 36.000 pies de altura, todo lo demás parecía estar en orden. Un dentista italiano se ofreció a curar las heridas de Kallbach, pero este lo rechazó, encerrándose en la cabina. Pidió información a la jefa de azafatas sobre la situación del agresor -estaba tranquilo, vigilado por el ruso y atendido por una sicóloga- y entonces se produjo uno de los gestos más sorprendentes del suceso. El piloto se puso en contacto con la torre de control de Madrid -adonde se había lanzado el mayday- y comunicó que la situación ya estaba bajo control, y que consideraba oportuno no ya regresar a Madrid, ni siquiera aterrizar en Zaragoza, sino seguir viaje hasta Berlín. Y le autorizaron.

El vuelo llegó a Berlín a las 23.07 (hora local), donde la Policía de Fronteras ya esperaba al agresor. Según reconstruyó posteriormente la revista 'Bild', se trataba de un berlinés de 38 años, Oliver W., que hasta entonces había llevado una vida totalmente anodina y alejada de escándalos. Un hombre aparentemente normal, dedicado a negocios diversos (vendía desde seguros a casas prefabricadas) que iba todos los días al gimnasio y que tenía una posición económica desahogada, con un BMW a la puerta de casa. Lo que se rompió en el interior de la cabeza de Oliver W. sigue siendo todavía un misterio, aunque la investigación de la revista 'Bild' reveló que en las Navidades anteriores había fallecido su padre, lo que le sumió en una gran tristeza, y que días antes del asalto le había abandonado su novia.

A la llegada al aeropuerto de Berlín, Oliver W. intentó escapar. Fingió un desvanecimiento, se echó a correr… Pero la Policía de Fronteras alemana lo detuvo sin pérdida de tiempo. Nunca fue juzgado por sus actos. Ingresado en un hospital siquiátrico, se suicidó poco después.

Kallbach se fue directo al hospital. Le dieron dos semanas de baja y recuperó el permiso para volar un mes después del suceso. En verano de 2006, el ministro de Interior le concedió una medalla especial, la que otorga el Gobierno alemán a los que se han distinguido con un acto heroico que ha salvado vidas.

Este reportaje ha sido posible gracias a la colaboración de Daniel Hübner, profesor de la Universidad de Zaragoza.

2 comentarios:

celebrador dijo...

Cuando un piloto responde a la capacidad profesional que se les supone

Otro caso similar al reciente que "amerizó" en el río (N.Y.)

BOIRA_A dijo...

Pues si por eso lo he destacado su sangre fria hizo que en zaragoza no se vivieran momentos de tragedia y que esas personas y muchas mas salvaran la vida

En todos los sitios hay profesionales y los pilotos suelen serlo

Ya podrian aprender de ellos los politicos

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